Si fuera posible imaginar que David Bowie y David Byrne tuvieron descendencia en un universo paralelo al inmediatamente contiguo y, a su vez, paralelo al nuestro; que esa persona, hijo, se criara en alguna versión de Portland, Oregon pero canadiense, fuera fanático de Casiotone for the Painfully Alone y que, tras ser rechazado de formar parte de Neutral Milk Hotel, hubiera fundado una banda propia y grabado 4 discos, ese último álbum sería Dragonslayer (2009) y esa persona, Spencer Krug.
Seamos honestos: cualquier opinión sobre un evento artístico que comienza con una propuesta de este tipo (ofrecer una comparativa absurda que obligue ubicarse en un mundo de supuestos) suele ser bastante endeble. Pero nada es endeble en Sunset Rubdown y todo es justificable al momento de ayudar al lector a entender qué esperar de Dragonslayer.
Y es que el art rock es así. No deja espacio a la descripción fiel y requiere que se lo viva plenamente para entenderlo, disfrutarlo y aceptar sus virtudes. No es una obra fácil de describir y le puede jugar en contra cualquier intento de hacerlo.
Por eso, partiendo de esa imagen propuesta de una irrealidad perezosa, es que puedo desprenderme de ciertas obligaciones y adentrarme en otras necesidades, siendo la primera (y quizás la única que verdaderamente valga algo) esta: este disco es excelente.
Hay un perfecto equilibrio entre eclecticismo y sensibilidad pop, jugando en ambos extremos sin jamás perder el foco y logrando así que la vivencia inmersiva de Dragonslayer sea más digerible. Es una delgada y ambigua línea, pero Sunset Rubdown la recorre sin mayores inconvenientes, nunca pareciendo demasiado cuidadosos y nunca excesivamente delirantes.
La banda deconstruye las formas de la típica balada pop, abriendo el disco con lo que otros explorarían como el estribillo de un tema, pero expandido al borde de lo insostenible e impulsado a través de cambio tras cambio de acorde a la manera de himno coloquial moderno (Silver Moons). Busca expandir las formas tanto en duración (de 5 minutos para arriba, cerrando con la épica Dragon’s Lair de más de 10), como en conjunción atípica de secciones que jamás nadie excepto Krug optaría por unificar en un vaivén irascible de mística indie como es la brillante Apollo and the Buffalo and Anna Anna Anna Oh!. Pero nunca deja de entender que en lo simple yace lo magno y construye con esmero y artificio varias melodías memorables que se encuentran a la altura de cualquier maestría en la canción, siendo Idiot Heart un perfecto ejemplo prototípico.
El Bowie de Ziggy (en oposición al Bowie de la trilogía de Berlín que puede ser más relacionable a otros discos de la banda) permea todo el álbum, cerrándolo con el símil homónimo titular, fatalista, glam y épico Dragon’s Lair, no el único, pero sí el más evidente track que ofrece el desafío y la complejidad temática y musical que Dragonslayer incorpora brillantemente en sus restantes 7 temas, comprimido en uno. No es fácil hablar de ello, porque el art rock es, supuestamente, un género difícil. Quizás lo difícil es no caer en la tentación de, ante no encontrar dónde ubicar algo, llamarlo art rock. Pero si Dragonslayer fuera a ser universalmente aceptado como exponente moderno del art rock, no podría haber mejor ejemplo.